lunes, 9 de diciembre de 2019

SOLEDAD


Ya perdí mi estandarte.
Su nombre, de tanto repetirlo, se quedó atrapado en la saciedad semántica y hoy no significa nada.
He borrado su imagen. El agua salada la fue difuminando hasta que se escurrió por el delta de mis ojos. Ni siquiera recuerdo el sonido de la voz que calmaba mis desvelos ni el tacto de aquellos labios cálidos confluyendo en los míos.
Pero el olfato nunca olvida. En él no hace mella el paso del tiempo, da igual cuánto sea, siempre está ahí, recordando, evocando... Es el registro más fiel que guarda nuestra mente de los lugares visitados, de los momentos vividos y de infinitas emociones.
Así, aún permanecen en mi memoria los aromas, no los suyos propios, sino aquellos que nos acompañaron mientras compartimos amor y vida. No piden permiso, aparecen de repente y me llevan de viaje por el mundo, por mi infancia, por sus mares... como los de esas florecillas blancas que aún me noquean en las noches de verano.

Muchas veces intenté desprenderme de ellos, de esos aromas y los recuerdos a los que me transportan, y al fin encontré la manera de hacerlo.

He bajado a esta oscura y solitaria playa. Esta vez soy yo la que los vengo buscando.
Inhalo profundo el olor a sal, a algas, a yodo. El mar siempre fue una constante en nosotros. Se me ocurre que quizá fue una estrategia para que me acostumbrara al sabor de las lágrimas.
Inhalo de nuevo y me parece percibir en la brisa la sazón de su piel en las noches de verano.
Agito la bandera blanca aceptando que ha llegado el momento. El dolor me ha vencido. Recuento la dosis y la trago arañando mi garganta.

Mientras en la orilla titilan incontables noctilucas, me canto como un mantra:
                    «Ya pasó, ya he dejado que se empañe la ilusión de que vivir es indoloro. Qué raro que seas tú quien me acompañe, soledad, a mí que nunca supe bien cómo estar sola».*




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