viernes, 18 de octubre de 2019

MISERIA

Laura subió las escaleras como un torbellino. Jadeante, buscó en su bolsa la llave y la introdujo en la cerradura girándola dos veces. Dentro, Mateo, sentado en el parque de juegos y con los brazos extendidos, lloraba desconsolado. Cerró de un portazo y echó los tres pestillos. Desenchufó la nevera vacía y la empujó hasta la puerta. Luego hizo lo mismo con la mesa camilla del salón, con dos sillas y con el raído sillón cubierto con una sábana vieja. Cogió a Mateo envolviéndolo en la manta que había arrugado con el pataleo y, protegiéndolo con su chaquetón, lo acunó en sus brazos con un inquieto vaivén.
En un mejor intento de calmarlo, le retiró la manta, se soltó el sujetador y lo introdujo bajo su ropa, pegándolo a su pecho. Mateo buscaba su sustento sin éxito. Ya hacía días que Laura no producía apenas leche para su pequeño, desde que recibió la última notificación. Pensó en apartar las cosas que bloqueaban la salida para rogarle a su vecina un poco de pan o fruta. Pero ya era tarde. Se estremeció al escuchar las voces que se acercaban y la llamada de cortesía. Tras los llantos de su bebé, acertó a entender la voz de una mujer, quizá de su misma edad, quizá también madre sola como ella, pensó, que dijo con insolente descaro: “Proceda”.
Dejó al pequeño en la cuna, bien abrigado. Alcanzó un sobre de un estante con la cartilla de vacunación y otros documentos y lo depositó a los pies del niño. Una lágrima descendió por su mejilla cuando se agachó a besarle y a susurrar un último “te quiero”.

El golpe seco en el patio interior y el casi inmediato grito de una vecina les hizo imaginar el desenlace. La comisión judicial se apresuró a entrar en la vivienda. En ella, solo quedaba por desahuciar a un bebé de nueve meses ahora huérfano.

lunes, 7 de octubre de 2019

AÚN CREO EN LA MAGIA


El día de San Patricio se dio bien. Llegué a casa tan borracho que me quedé dormido en el sofá con aquel enorme y horrible sombrero puesto y mi pajarita verde estrangulando mi cuello.


—Buenos días, señor. ¿Desea que le sirva café en el desayuno o prefiere un zumo de naranja con ibuprofeno?

El susto palió los efectos de la resaca. Al intentar incorporarme caí de bruces contra el suelo. Estaba prácticamente desnudo y atado de pies y manos. Le grité mientras que una arritmia de infarto golpeaba mis costillas.

—¿Qué quiere? ¡Lléveselo todo, pero no me haga daño!

—Como desee —dijo llevándose la bandeja con fruta y tostadas, camino de la cocina.

—Oiga, no tengo dinero. Tengo un trabajo precario. ¡Se lo juro! Por favor, llévese la televisión, el ordenador...

La mujer salió de la cocina con el cuchillo de trinchar y se dirigía hacia mí con el gesto impertérrito.

—¡No, por favor! ¡Se lo ruego! ¡Coja mi teléfono! ¡¡Mi... mi coche, las llaves están ahí!! Y en mi cartera seguro que hay algo de dinero... ¡La tarjeta! ¡Llévese la tarjeta! ¡¡La clave es 9013!! ¡Por favor! ¡No, no lo haga, nooooo!



Desperté solo, tumbado en mi cama. En la mesilla descansaba el sombrero y mi pajarita. 
Oí unos pasos acercarse y, aunque ya no estaba atado, tuve miedo. 

La puerta se entreabrió y tras ella asomó el rostro de Brenda.

—Hola —susurró—, ¿te encuentras mejor?

—¿Sigue aquí?, ¿te ha hecho daño?

—Vamos... ¿En serio has creído que...? Es la última vez... La cosa ha ido demasiado lejos.

—¿De qué estás hablando?

Tragó saliva y aspiró hondo.

—Tu pajarita verde no es mágica. Me enternecía que siguieras creyéndolo, pero, por el amor de Dios, Víctor, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? ¡Tienes cuarenta años! Tenía que haberla hecho desaparecer, como cuando deseaste un descapotable.

Confundido, cogí la pajarita y me la puse.

—Pero...

—¡Pero nada! Esta vez al ponértela volviste a susurrarme al oído el deseo que acababas de pedir. Una noche de sexo desenfrenado y el desayuno servido a la mañana siguiente. ¿Lo recuerdas? Tu borrachera fue de aúpa y yo tenía que irme a trabajar, así que le pedí el favor a una compañera del gimnasio.

—¡Pero si quiso acuchillarme!

—¿Acuchillarte? Solo cortó las cuerdas. Te até antes de irme para aparentar una noche de lujuria. No hay magia. Siempre he sido yo, ¿entiendes?

—No me digas que... entonces...


Me entristecí...

Se entristeció...

Nada nos excitaba más...



Dos horas después, extasiado y exhausto, fui hasta la cocina y allí seguía la bandeja con el desayuno.

Sonreía mientras me desabrochaba la pajarita. 





(Relato participante en El Tintero de Oro)