jueves, 2 de abril de 2020

SU VIVO RETRATO

Lleva una bata azul Prusia. Desde la ventana de mi cuarto la veo salir al balcón todas las tardes. Parece que le pesa la soledad. Hace como que limpia los barrotes que ya limpió ayer y anteayer y de soslayo mira hacia el balcón del segundo, a ver si ella se asoma. Cuando esto ocurre, la vieja deja el trapo en la baranda y emocionada le hace un gesto con la cabeza a la gorda. Sé que no recuerda su nombre, así se lo repita mil veces, siempre cae en el olvido. Tampoco importa, charlan a destajo de lo que han limpiado y cocinado o del coronavirus. Aunque lo que más le interesa es lo que pasa en los libros que la gorda lee por las noches. Ahora acaba de empezar La Ratonera, pero en estas semanas le ha ido desgranando La casa torcida y Muerte en el Nilo. La vieja se acoda en la barandilla y la escucha expectante. Siempre las interrumpen con los aplausos de las ocho. Luego, cada mochuelo a su olivo.

Yo no aplaudo. Miro al vecindario con la náusea y el deseo de que enfermen todos de una puta vez, aplaudidos y aplaudidores.

Esta mañana hice el reparto en mi barriada. Desde que decretaron el estado de alarma, en vez de venir a comer los abuelos, les llevamos la comida a domicilio. Hasta hoy me encargaba de la zona sur, pero como ingresaron ayer a mi compañero ahora me toca turno doble. Yo encantado. Espero impaciente a ver cuánto tardan en empezar a caer los abuelos de estos bloques. De todos, a la que le tengo más ganas es a la vieja de la bata azul Prusia, que siempre dice que soy el vivo retrato del desgraciado que maltrataba a mi madre.

La pena es que a la gorda no pueda repartirle también algún yogur. Aunque al fin y al cabo, ella, con sus historias de Agatha Christie, fue quien me dio la idea de inyectar talio en los yogures. Todos creerán que fue la pandemia la que trajo el fatal desenlace. ¿Puede haber plan más perfecto?

jueves, 23 de enero de 2020

LA MEMORIA DE LOS ELEFANTES



Ele deambula por la casa arrastrando las zapatillas. Sabe que a su madre le molesta, «ponte derecho y camina como un hombre», le repite. Pero hoy ella no está.

Entra al salón, levanta la tapa del piano y limpia con un extremo de su bata las teclas de marfil. Piensa en esos pobres elefantes a los que arrebataron sus preciados colmillos para que seres considerados extremadamente sensibles se deleitaran con su lisura.
Le pesa. 
Retira la banqueta, se sienta y llora.
Luego, tantea unos acordes, recorre un par de tonalidades y cierra los ojos.

Desde la cocina, Veva escucha la Sonata en Fa menor de Scarlatti. Deja las verduras a medio cortar y silenciosa se acerca a la puerta procurando no estropear el momento.

Ele interpreta la pieza con extraordinaria sensibilidad y precisión. Al acabar, limpia de nuevo el teclado con la bata y encorvado ejecuta la Sonata en Re menor.
Últimamente toca poco, pero siempre que lo hace recurre a la sonata monotemática en modo menor, quizá porque sea lo que más se asemeja, hoy, a sí mismo.

Absorta lo escucha parada en el quicio, cuando una lágrima desciende hasta la comisura de sus labios. La recoge con su lengua, queriendo retener con ella también ese instante.
Justo entonces, él interrumpe la interpretación. Repite varias veces el pasaje, desagrega las notas del acorde de la mano izquierda y localiza un sol ligeramente desafinado. Lo pulsa insistentemente hasta aporrear el teclado entre sollozos.

—¡Mamá!, ¡se ha desafinado!

Veva se oculta y secándose las lágrimas reaparece.

—Tranquilo, no pasa nada. Esta tarde llamaremos al afinador.
—¿Y mi madre? ¿Quién es usted?
—Soy Veva, Eleuterio. Genoveva, tu mujer.
—Qué tontería. Yo no la conozco. Debo buscar a mi madre que vendrá cargada con la compra —dijo encaminándose hacia la puerta de la calle—. Está cerrada. ¡Tengo que salir!
—Eleuterio, vístete y salimos juntos a dar un paseo.
—Pasear, no. Debo ayudar a mi madre.
—Tienes razón. Yo te acompaño, pero vístete antes, no vayas a coger frío y le des un disgusto.
—¿Me visto y vamos?
—Claro, Ele. Vístete, cariño. Venga, que yo te ayudo.

Mientras Genoveva le ayuda a ponerse los calcetines, Eleuterio apacigua el gesto y, asomando una chispa a sus ojos, pregunta curioso:

—¿Quién te ayudó hoy con la compra, mamá?

Veva traga y suspirando responde:

—No me acuerdo.



lunes, 9 de diciembre de 2019

SOLEDAD


Ya perdí mi estandarte.
Su nombre, de tanto repetirlo, se quedó atrapado en la saciedad semántica y hoy no significa nada.
He borrado su imagen. El agua salada la fue difuminando hasta que se escurrió por el delta de mis ojos. Ni siquiera recuerdo el sonido de la voz que calmaba mis desvelos ni el tacto de aquellos labios cálidos confluyendo en los míos.
Pero el olfato nunca olvida. En él no hace mella el paso del tiempo, da igual cuánto sea, siempre está ahí, recordando, evocando... Es el registro más fiel que guarda nuestra mente de los lugares visitados, de los momentos vividos y de infinitas emociones.
Así, aún permanecen en mi memoria los aromas, no los suyos propios, sino aquellos que nos acompañaron mientras compartimos amor y vida. No piden permiso, aparecen de repente y me llevan de viaje por el mundo, por mi infancia, por sus mares... como los de esas florecillas blancas que aún me noquean en las noches de verano.

Muchas veces intenté desprenderme de ellos, de esos aromas y los recuerdos a los que me transportan, y al fin encontré la manera de hacerlo.

He bajado a esta oscura y solitaria playa. Esta vez soy yo la que los vengo buscando.
Inhalo profundo el olor a sal, a algas, a yodo. El mar siempre fue una constante en nosotros. Se me ocurre que quizá fue una estrategia para que me acostumbrara al sabor de las lágrimas.
Inhalo de nuevo y me parece percibir en la brisa la sazón de su piel en las noches de verano.
Agito la bandera blanca aceptando que ha llegado el momento. El dolor me ha vencido. Recuento la dosis y la trago arañando mi garganta.

Mientras en la orilla titilan incontables noctilucas, me canto como un mantra:
                    «Ya pasó, ya he dejado que se empañe la ilusión de que vivir es indoloro. Qué raro que seas tú quien me acompañe, soledad, a mí que nunca supe bien cómo estar sola».*




domingo, 1 de diciembre de 2019

PRODIGIO

Andrea Simón no era una niña corriente. Quien primero reparó en ello fue su matrona: «En seguida vi que Andrea era especial. Nació con los brazos por delante y al ir a sacarla me agarró dos dedos; solo tuve que tirar de ella para que saliera como el corcho de una botella. Nunca vi nada semejante».

Cuando Andrea tenía hambre, no lloraba, cantaba La reina de la noche. Nadie entendía cómo un bebé de cuatro meses podía tener esa perfecta dicción en alemán y, aún menos, cantar con exactitud cada una de las imposibles notas de aquel aria.

El doctor que investigaba el caso dijo a los padres, bajo cuerda: «Hace tiempo conocí el caso de un niño que maullaba. Con los años aprendió a hablar, pero jamás lograron quitarle su fijación por los roedores; en cuanto veía alguno, ¡zas!, directo a la garganta. No sería ninguna locura que Andrea fuese la reencarnación de Mozart».

Con el tiempo, el registro grave de Andrea aumentó y su repertorio abarcó hasta Weiche, Wotan, weiche!, así que la llevaron a una prestigiosa escuela de música con tan solo dos años. Para entonces ya medía metro y medio y, no solo andaba, corría como una gacela y era capaz de hacer extraordinarias piruetas. En cuatro semanas ya interpretaba al violín el Concierto de Tchaikovsky, al piano el 2 de Rachmaninoff y a la travesera la Fantasía de Fauré. Sin embargo, la música no parecía interesarle. Demasiado fácil para ella...

Con seis años dominaba veintisiete idiomas, poseía grandes conocimientos de matemática avanzada, química, astronomía, filosofía, literatura... Podía recitar el Quijote, Ulises o Los Miserables de memoria, en sus lenguas originales o traducidos.

Andrea era la sabiduría personificada.

Entonces, aburrida, comenzó a crear: escribió, compuso, pintó, inventó varios objetos de primera magnitud que serían eternos, estructuró un método de economía sostenible y un sistema educacional revolucionario que cambiaría el mundo. Pero antes de que la mayoría de estas creaciones vieran la luz, Andrea desapareció.

Algunos creyeron que en ella el tiempo pasaba acelerado y que murió de vieja con siete años; otros, que tenía poderes y podía haberse vuelto invisible o sufrido una metamorfosis; pero lo cierto es que Andrea estaba oculta y encerrada en un búnker, secuestrada por el servicio secreto.

Hasta ahora habían controlado de ese modo que no saliesen a la luz sus ideas.

Sin embargo, acaba de fugarse.


viernes, 8 de noviembre de 2019

LA VENGANZA DE NORBERTO


—Sé que no te apetecerá nada que te diga cuatro cosas, pero me vas a oír igualmente. Intentas convencerte de que no te dejé otra elección, que hiciste lo que debías, pero en el fondo sabes que cometiste un grave error. Llevarme la contraria ya fue una terrible falta de respeto, pero alentar a dos o tres ovejas del que has hecho tu rebaño a que hicieran lo mismo fue ruin y rastrero. ¡A mí, que todo lo sé!; ¡a mí, que siempre dedico un exquisito trato a las mujeres a pesar de no merecerlo! Estáis llenas de maldad. Vuestra ignorancia os lleva a creeros con los mismos derechos que los hombres y, en ocasiones, hasta con más derechos que algunos tan sabios y buenos como yo. Hombres modestos, que se han tenido que construir a sí mismos desde cero, con humildad para poder aprender de otros que ya nacieron con dones propios de nuestro género y de los que jamás podréis gozar las mujeres. Hombres justos, que trabajan cada día para que aquellos carentes de cultura logren admirar y agradecer la luz que les guía. Hombres que dedican su tiempo a mostrar lo equivocadas que estáis casi siempre las mujeres, habléis de lo que habléis, ¿y así nos lo agradecéis? ¡¿De verdad creéis que podéis alcanzar la sabiduría de un hombre, insensatas?! 
»Pero las peores son las mujeres como tú, que pretenden ocupar roles específicos para nosotros, los iluminados; que rebaten nuestras enseñanzas; que se rebelan y se resisten al adoctrinamiento.
»¡Vosotras, tú y todas las que os comportáis como libertinas, sois vestigios de la brujería!
»¡A la hoguera!, ¡a la hoguera!
»Desgraciadamente esta sociedad se ha desvirtuado tanto que ahora se os permite cualquier cosa sin aplicar castigo justo. Se me ocurren muchos otros sin que vuestros cuerpos y vuestras dementes mentes chamuscadas nos apesten. Sin embargo, soy un caballero de cabo a rabo, literalmente, por lo que mi venganza será privaros de mi presencia.
»Estoy seguro de que muy pronto aprenderán de mi aleccionador ejemplo otros muchos y os quedaréis solas, sin faro ni guía en vuestras oscuras y estrechas psiques.
»¡Pobres de aquellos que no huyan a tiempo y se dejen embelesar! 
¡Devorados por alguna arpía habrán de pagar su error el resto de sus vidas!


—¡Corten! Esta es buena, chicos. Gracias. Tomaos un descanso. ¡Perfecto, Darío! Una escena impoluta.

—Gracias, Isabel.

viernes, 18 de octubre de 2019

MISERIA

Laura subió las escaleras como un torbellino. Jadeante, buscó en su bolsa la llave y la introdujo en la cerradura girándola dos veces. Dentro, Mateo, sentado en el parque de juegos y con los brazos extendidos, lloraba desconsolado. Cerró de un portazo y echó los tres pestillos. Desenchufó la nevera vacía y la empujó hasta la puerta. Luego hizo lo mismo con la mesa camilla del salón, con dos sillas y con el raído sillón cubierto con una sábana vieja. Cogió a Mateo envolviéndolo en la manta que había arrugado con el pataleo y, protegiéndolo con su chaquetón, lo acunó en sus brazos con un inquieto vaivén.
En un mejor intento de calmarlo, le retiró la manta, se soltó el sujetador y lo introdujo bajo su ropa, pegándolo a su pecho. Mateo buscaba su sustento sin éxito. Ya hacía días que Laura no producía apenas leche para su pequeño, desde que recibió la última notificación. Pensó en apartar las cosas que bloqueaban la salida para rogarle a su vecina un poco de pan o fruta. Pero ya era tarde. Se estremeció al escuchar las voces que se acercaban y la llamada de cortesía. Tras los llantos de su bebé, acertó a entender la voz de una mujer, quizá de su misma edad, quizá también madre sola como ella, pensó, que dijo con insolente descaro: “Proceda”.
Dejó al pequeño en la cuna, bien abrigado. Alcanzó un sobre de un estante con la cartilla de vacunación y otros documentos y lo depositó a los pies del niño. Una lágrima descendió por su mejilla cuando se agachó a besarle y a susurrar un último “te quiero”.

El golpe seco en el patio interior y el casi inmediato grito de una vecina les hizo imaginar el desenlace. La comisión judicial se apresuró a entrar en la vivienda. En ella, solo quedaba por desahuciar a un bebé de nueve meses ahora huérfano.

lunes, 7 de octubre de 2019

AÚN CREO EN LA MAGIA


El día de San Patricio se dio bien. Llegué a casa tan borracho que me quedé dormido en el sofá con aquel enorme y horrible sombrero puesto y mi pajarita verde estrangulando mi cuello.


—Buenos días, señor. ¿Desea que le sirva café en el desayuno o prefiere un zumo de naranja con ibuprofeno?

El susto palió los efectos de la resaca. Al intentar incorporarme caí de bruces contra el suelo. Estaba prácticamente desnudo y atado de pies y manos. Le grité mientras que una arritmia de infarto golpeaba mis costillas.

—¿Qué quiere? ¡Lléveselo todo, pero no me haga daño!

—Como desee —dijo llevándose la bandeja con fruta y tostadas, camino de la cocina.

—Oiga, no tengo dinero. Tengo un trabajo precario. ¡Se lo juro! Por favor, llévese la televisión, el ordenador...

La mujer salió de la cocina con el cuchillo de trinchar y se dirigía hacia mí con el gesto impertérrito.

—¡No, por favor! ¡Se lo ruego! ¡Coja mi teléfono! ¡¡Mi... mi coche, las llaves están ahí!! Y en mi cartera seguro que hay algo de dinero... ¡La tarjeta! ¡Llévese la tarjeta! ¡¡La clave es 9013!! ¡Por favor! ¡No, no lo haga, nooooo!



Desperté solo, tumbado en mi cama. En la mesilla descansaba el sombrero y mi pajarita. 
Oí unos pasos acercarse y, aunque ya no estaba atado, tuve miedo. 

La puerta se entreabrió y tras ella asomó el rostro de Brenda.

—Hola —susurró—, ¿te encuentras mejor?

—¿Sigue aquí?, ¿te ha hecho daño?

—Vamos... ¿En serio has creído que...? Es la última vez... La cosa ha ido demasiado lejos.

—¿De qué estás hablando?

Tragó saliva y aspiró hondo.

—Tu pajarita verde no es mágica. Me enternecía que siguieras creyéndolo, pero, por el amor de Dios, Víctor, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? ¡Tienes cuarenta años! Tenía que haberla hecho desaparecer, como cuando deseaste un descapotable.

Confundido, cogí la pajarita y me la puse.

—Pero...

—¡Pero nada! Esta vez al ponértela volviste a susurrarme al oído el deseo que acababas de pedir. Una noche de sexo desenfrenado y el desayuno servido a la mañana siguiente. ¿Lo recuerdas? Tu borrachera fue de aúpa y yo tenía que irme a trabajar, así que le pedí el favor a una compañera del gimnasio.

—¡Pero si quiso acuchillarme!

—¿Acuchillarte? Solo cortó las cuerdas. Te até antes de irme para aparentar una noche de lujuria. No hay magia. Siempre he sido yo, ¿entiendes?

—No me digas que... entonces...


Me entristecí...

Se entristeció...

Nada nos excitaba más...



Dos horas después, extasiado y exhausto, fui hasta la cocina y allí seguía la bandeja con el desayuno.

Sonreía mientras me desabrochaba la pajarita. 





(Relato participante en El Tintero de Oro)

sábado, 30 de marzo de 2019

ANCLADOS

Kika se levanta procurando no despertar a Miguel. Descalza recorre el pasillo hasta el salón y sale a la terraza en busca de aire fresco. El agudo e incesante canto de los grillos confirma las altas temperaturas de esta noche veraniega. Un escalofrío la despertó aún con la sensación en su espalda de un abrazo reciente. La mirada de Yago al atardecer, rodeado de girasoles vuelve a su retina más real que la oscuridad que la rodea. Se sorprende de que todavía siga soñando con él; a pesar de tener una vida feliz junto a Miguel y de no haberle visto desde que se separaron hace más de una década, esos sueños la embriagan de amor profundo.
Mira la hora en el móvil, "estará amaneciendo en España", piensa. Busca en contactos y abre un chat: "Hola, Yago", lo borra. "Querido Yago: ¡cuánto tiempo! ¿Sabes qué soñé...” Borra, borra, borra... Finalmente controla el impulso. Mejor dejarlo, ya dolió bastante.
La luna está creciente, como la que se ha tatuado hace unos días y ahora adorna su escote. Se hace una foto alineando ambas; la pone en su perfil y en su estado: "¿Lunática?" con un girasol y un corazón. "Como si fuese a leerlo. Ilusa", se dice. Ella nunca creyó en conexiones paranormales.
Regresa a la cama donde Miguel sigue dormido y se arropa en el recuerdo de ese sueño hasta que logra dormirse otra vez.


*****

Yago tiene un cuaderno lleno de sueños bajo su almohada. No es el primero: soterrados en el cajón de las sábanas guarda otros diez, uno por año.
Es un tipo corriente: eficiente en el trabajo, divertido con los amigos, cariñoso con la familia... Los que le quieren bien no entienden por qué no se echa una novia. Varias le han pretendido desde que se separó de Kika, pero Yago parece no estar interesado en compartir su vida con nadie. Dice que está bien solo y cambia de tema con maestría si alguien intenta escarbar más de la cuenta.
Cada noche al acostarse toma su cuaderno y escribe una breve historia. Luego apaga la luz y la recrea en su mente hasta que se duerme.

Hace un sol radiante. Camina por un sendero sinuoso rodeado de campos amarillos. Debe de ser finales del verano y el aire cálido acaricia su cara. Escucha a lo lejos esa risa que reconocería entre todas las risas: el tono, el ritmo acompasado, el suspiro que siempre la sigue... no sabe exactamente qué de todo eso es lo que le provoca, de un modo casi mágico, la expansión del músculo que bombea el purpúreo elixir de la vida. Palpita cada vez más rápido. Inquieto, acelera el paso. Al fin la ve, su melena rojiza ondea entre los girasoles. Se apresura a abrazarla por la espalda y al girarse la admira: lleva un nuevo tatuaje en forma de luna bajo la clavícula. Su cara no ha cambiado nada, tampoco esa blanquísima sonrisa. Unos rutilantes ojos reflejan la emoción al verle y siente que ella también le ha echado de menos. Ambos saben que lo que hubo entre los dos les unirá para siempre.

Suena el despertador. Yago saca el cuaderno y dibuja un número que subraya: 26. Son las veces que ha logrado verla en un sueño, pero no en uno cualquiera, no, son sueños lúcidos de esos que no laceran sino que reconfortan, en los que ambos se encuentran en una realidad paralela. Un viaje astral.

Mientras se afeita se observa en el espejo y sonríe. ¡Hoy la abrazó!




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sábado, 9 de marzo de 2019

EN TIEMPOS DE JULIA


Dice Julia que las mujeres no debemos andar solas de noche, que crea mala fama. Yo cuestiono si eso no es bueno, ahora que ser famoso sale tan rentable, y dice que el que se gana la fama por no ser recto se cuelga un sambenito que no me recomienda. Mi hermana pequeña, que la mira atenta, quiere saber quién es "San Benito", pero Julia prosigue con su discurso: que ya no hay mujeres decentes, que algunas no tienen principios y así pasa...
Le pregunto qué opina sobre la igualdad y se cabrea.
—¿Qué igualdad ni qué ocho cuartos? ¡Somos distintos! —dice mientras sirve en cada plato un mazacote de arroz.

—Julia, ¿le gusta ser ama de casa?
—Es mi obligación, ni me gusta ni me disgusta.
—Si hubiese nacido chico, ¿qué habría querido ser?
—Pues algo con estudios, no sé, quizá médico o maestro...
—¿Y por qué no estudió?
—Ay, niña, porque eso era cosa de hombres. Afortunadamente para vosotras eso ha cambiado.
—Aún hay mucho por hacer para que desaparezca completamente el machismo —digo convencida.
—¡No digas tonterías! ¡En mis tiempos había machismo, pero ahora ya no!
—Entonces —ironizo—, ¿cree que si un hombre sale solo de noche se creará mala fama?
—No, hija. Un hombre puede salir por la noche solo porque para eso es un hombre. No sé qué te enseñan en el instituto, pero tienes la cabeza llena de pájaros. Venga, terminad de comer que vuestra madre está al llegar. Yo aún tengo que limpiar las botas de mi Antonio y freírle el pescado, que después de la partida viene "contento" y si le hago esperar, la tendremos.

Recojo los platos y friego.

—¡Ya está aquí! —nos vocea desde el pasillo.

Recibe a mi madre con una bota en una mano y un trapo untado con pomada negra en la otra.

—Muchas gracias por tu ayuda, Julia —dice mamá algo avergonzada.

En su rostro leo que esta vez tampoco ha conseguido el trabajo.
Parece que comeremos aquí una buena temporada.


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lunes, 4 de febrero de 2019

LA OFENSA


         Lo encontró dentro de un arca polvorienta con las bisagras oxidadas que se pudría en un rincón del desván; estaba encajada tras un pilar que sujetaba el viejo techo abuhardillado de la casa donde lo criaron sus abuelos. Una caja con fotografías antiguas, un crucifijo envuelto en una manta y una inusitada biblia hueca parecía ser todo el tesoro que contenía. Apartó aquello a un lado y arrastró el pesado arcón al centro del desván para hacerle un lavado de cara. Cuando se disponía a lijarlo por dentro advirtió que tenía un falso fondo. Ayudado por un destornillador levantó la madera que salvaguardaba, en aquel espacio secreto, un diario y, entre sus páginas, una fotografía con una dedicatoria: "Te amaré hasta mi último suspiro. Siempre tuyo, Kassoum". En el anverso, la imagen de un muchacho alto, fuerte... y negro.
Daniel sintió el desprecio que su abuelo le había imbuido hacia esa deleznable raza.
Abrió el diario. Algunas páginas eran ilegibles por la humedad.


29/06/1953

         Estoy preocupada. No mancho desde hace cuatro meses y, a pesar de no comer apenas y vomitar todas las mañanas, la falda no me abrocha. Mi madre sospecha algo. Si mi padre se entera, me matará.

27/07/1953

         Nos encontró. Algún vecino nos vio huir en un remolque y dio el chivatazo. Tres días después rodearon el granero en el que nos escondíamos...
Mientras dos hombres lo sujetaban, mi padre lo molió a palos. Luego cogió una garrafa de combustible, roció a Kassoum que yacía inconsciente en el suelo y prendió fuego al granero dejándolo allí encerrado.
No quiero vivir...

19/08/1953

         Ya es imposible ocultar mi embarazo. Me ha encerrado en el desván.
Camuflado en la biblia, he conseguido traer el diario.

23/11/1953

         ¿Acaso no me va a dejar salir nunca? El bebé empuja desde hace días...

***


         De pequeño, el abuelo le contó que su madre había fallecido en el parto y que su padre los había abandonado. La abuela, enferma de Alzheimer, no hablaba; de vez en cuando miraba al techo y lloraba.

         Daniel salió al tejado y saltó. Su vida había sido una quimera.


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jueves, 31 de enero de 2019

VOLVER A EMPEZAR


Era lo único que podíamos hacer por él, dadas las circunstancias.
Rita lo miró por última vez y soltó un largo suspiro. Tantas horas compartidas, tantos momentos inolvidables... La conocía mejor que nadie. Tres años juntos, sin separarse ni un solo minuto. Él guardaba todos sus secretos y ella sabía que una parte irrecuperable se iba en esa despedida.

—De todo se aprende —le dijo el muchacho.

Rita alargó su mano y lo dejó caer en el pequeño buzón de reciclaje.
Guardó su nuevo móvil en el bolso y al salir de la tienda se prometió que, desde ese momento, comenzaría a guardar todo en aquella nube.



domingo, 27 de enero de 2019

JUNTOS OTRA VEZ


Vivía en un barrio humilde rodeado de cariño y adoraba una pelota azul con la que marcaba goles a su padre. Por la noche, pedía siempre un cuento a su mamá que le leía mientras él se acariciaba con la trenza de su pelo. De su hermano pequeño le cautivaban sus carcajadas cuando le hacían pedorretas.
Un día, paseando por la playa, así de pronto, se fue de viaje al cielo. Aquello estaba lleno de luz, nubes blanditas y pelotas de colores, pero él quería seguir jugando con su hermano. Entonces pidió un deseo a la tierra y esta se lo concedió: lo atrapó y lo mantuvo protegido para que nadie pudiera quitárselo hasta que él bajase a buscarlo. Y así lo hizo, emprendió un viaje que duró doce días porque, aunque subir es rápido y fácil, bajar a la tierra entraña mucho esfuerzo. Lo cogió de la mano y, cuando ambos llegaron arriba, saltaron de alegría al ver que allí, además de pelotas, había montones de triciclos.

No llores, madre; no te tortures, padre. Escuchad, no con los oídos, sino con vuestro corazón. ¿Los oís? Son sus risas. Por fin están jugando juntos.




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sábado, 5 de enero de 2019

MI TÍA BEA

*NOTA*: Este relato es un ejercicio de cambio de narrador. Primero se escribió "Llamadas perdidas" consistente en la narración de una anécdota que debía escribir Bea para la clase de su sobrina. "Mi tía Bea" cuenta dicha anécdota desde el punto de vista de la sobrina.


A mi tía Bea le gusta cantar en la ducha. Conecta el altavoz a la música del móvil y pone canciones de Operación Triunfo. Ella canta muy dulce porque tiene voz de gatito.

El otro día, estando en la ducha, la llamaron por teléfono, pero no lo cogió porque quería seguir cantando. Luego alguien muy pesado llamó otra vez y mi tía pensó que era mi madre porque ella es muy pesada y a veces le manda que me recoja del cole, aunque a mí me gusta que me recoja mi tía Bea porque me lleva la mochila y me deja que haga volteretas.
Cuando ya se había puesto la mascarilla en el pelo llamaron otra vez. Salió de la ducha con los pegotes de mascarilla y como ya habían colgado vio que no era la pesada de mi madre y decidió llamar ella. Le contestó un señor extranjero que no hablaba muy bien español y le dijo que quería hacerle un regalo y que "nesesitaba" su dirección. Como mi tía está siempre muy enfadada porque le llaman mucho los de Orange y Movistar y a veces la despiertan de la siesta, le dijo al señor que no quería ningún regalo, que ya no era pequeña ni se chupaba el dedo. Entonces colgó y quiso poner una queja llamando a los otros números, pero le saltó el contestador diciendo que eran Melchor y Gaspar. Y luego mi tía se dio cuenta, mientras se enjuagaba el pelo, ¡que el señor con el que habló se llamaba Baltasar y que ella no había querido darle su dirección! Así que salió corriendo de la ducha, pero, como estaba todo mojado, se resbaló y se hizo una brecha en la cabeza. Llamó, con la sangre chorreando y todo, a emergencias y hasta que llegaron estuvo llamando a los Reyes Magos, pero ya no contestaba ninguno y decía una voz que esos números ya no existían.

Los médicos le quitaron el teléfono y le dijeron que no le habían llamado los Reyes Magos, que ella creía que sí por el golpe que se dio en la cabeza, pero que no era verdad.

Aun así mi tía no se cree lo que dijeron los médicos porque en su móvil aparecen las tres llamadas perdidas. Y dice que lo peor es que para este año les había pedido salud, y yo le digo que, el año que viene, mejor les pida un manos libres para la ducha y así cuando la vuelvan a llamar podrá contestar sin hacerse una brecha.

LLAMADAS PERDIDAS

*NOTA*: Este relato es un ejercicio de cambio de narrador. Primero se escribió "Llamadas perdidas" consistente en la narración de una anécdota que debía escribir Bea para la clase de su sobrina. "Mi tía Bea" cuenta dicha anécdota desde el punto de vista de la sobrina.


Me encontraba en la ducha cantando bajo el chorro de agua caliente cuando el altavoz cortó mi canción favorita para hacer sonar el desagradable timbre de mi teléfono: ninoniino ninoniino ninoniinoonaaa. Acababa de enjabonarme el pelo, así que no hice ni caso. La música volvió a sonar y yo a canturrear como si fuera una concursante de Operación Triunfo, aunque mi voz se pareciese más a la de un gatito llorón. Cuando estaba en pleno estribillo dándolo todo, volvió a sonar el móvil.

—Seguro que es la pesada de mi hermana Marga para pedirme que hoy recoja a la niña del cole.

De nuevo ignoré la llamada. Seguí aclarándome el cabello, me unté la mascarilla y me dispuse a desenredarme con el peine de púas.

Ninoniino ninoniino ninoniinoonaaa, ninoniino ninoniino ninoniinoonaaa...


—¡No puedo creerlo! ¡Tres veces seguidas! ¡Más le vale que sea muy urgente! —grité enfadada.


Salí mojada de la ducha con la plasta en el pelo y justo cuando fui a cogerlo dejó de sonar.


—¡Maldita sea!


Me enrollé la toalla y cogí el teléfono para llamar a Marga. Entonces vi que las llamadas perdidas no eran de ella, sino de un número desconocido. Tres, para ser más exactos. Seleccioné el último y pulsé "devolver la llamada". Contestó al teléfono un hombre con un acento extranjero.


Boenos díes, mi nombre is Beltesar, ¿en qué poedo ayuderle?


—En primer lugar en decirme qué es lo que quieren venderme tan insistentemente. ¿De dónde me llama?, ¿de Orange?


—No, señora. Yo li llamo desde Oriente y no pretendo vinder nada, solo nesesito confirmar su direcsión para enviar rigalos.


—¿Regalos...? ¡Ja! Usted se cree que me chupo el dedo.


—Con la idad que tiene no crio que aún shupa dedo.


—¿Será descarado? ¡Pienso poner una queja!


Muy enfadada colgué y marqué otro de los números desconocidos para averiguar la compañía a la que pertenecía y poner una reclamación.


—Le atiende el contestador automático de... Gaspar. En estos momentos no puedo atenderle. Deje su recado desp...


Probé a marcar el otro.


—Le atiende el contestador automático de... Melchor. En estos momen...


—¡Increíble!


Me metí de nuevo en la ducha y mientras me aclaraba el pelo y se me iba pasando el enfado fui cayendo en la cuenta.


—Tres llamadas... extranjeros... Melchor, Gaspar y Belte... ¡Baltasar!


Salí de la ducha de un salto para llamarles con tan mala suerte que resbalé en el suelo mojado y me di un tremendo golpe en la cabeza. Aturdida y chorreando sangre llamé a emergencias y justo después marqué los tres números desconocidos, primero uno, luego otro, luego el otro, de nuevo el primero... Llamé al menos veinte veces a cada uno, hasta que alguien del equipo médico que llegó para atenderme me quitó el móvil. Dicen que todo lo que les conté es debido al fuerte golpe que me di, pero las tres llamadas perdidas siguen registradas en mi móvil, solo que ahora lo único que se escucha al marcarlos es: "lo sentimos. El número marcado no existe."


Y lo peor es que este año les había pedido salud...

viernes, 9 de noviembre de 2018

LA ESCALADA


La piedra estaba muy fría. La pared se encontraba en la cara norte del Madroñal y por esas fechas todavía helaba de madrugada. Las grietas ensangrentadas en mis dedos anunciaban que lo mejor era retirarse y regresar otra mañana menos fría. Pero en mi mente estaba fijada una obsesión, mi mayor sueño: escalar algún día la majestuosa montaña granítica El Capitán. De modo que continué el ascenso agarrándome con saña a aquella imponente roca. Cuando llegué al descuelgue pedí a mi compañero que me bajase, pero, de repente, la cuerda se soltó y caí al vacío.

No recuerdo más de aquel día. Quedé inconsciente tras caer a plomo desde una altura de nueve metros. Al parecer, la cuerda no era suficientemente larga e, inexplicablemente, olvidé comprobar el nudo del extremo final, por lo que, al acabarse, se coló por el Grigri.


Estuve en coma cuarenta y ocho horas. Tras despertar, tardaron unos días en explicarme lo que me había pasado y semanas después me fueron dando paulatinamente los detalles de mis múltiples lesiones. En resumen, mi estado era crítico y, entre el largo proceso de recuperación, las complicadas operaciones a las que debería enfrentarme y las posibles secuelas que me podrían quedar, hubo una frase que se clavó en mi pundonor: “No sabemos si algún día podrás volver a caminar”. Recuerdo perfectamente la cara de mi madre en ese instante, sus ojos vidriosos y su boca en un tenso rictus que tiraba de las comisuras hacia abajo, conteniéndose para no desmoronarse delante de mí.

Yo tenía 23 años. Toda la vida por delante. Toda la vida... en una silla de ruedas.


Recibí la noticia con serenidad. Sólo me impactó aquella sentencia que, no obstante, la sentí como si no fuese del todo mía, como si pudiera verme desde afuera, desde muy lejos, relativizando así la supuesta desgracia que me había tocado vivir.

Esa noche, entre morfina, antiinflamatorios y drogas varias, tuve un sueño: escalaba una pared enorme, pero cuando miraba bien, mis piernas se habían convertido en raíces; la cuerda ya no era tal cosa, sino larguísimos brazos que me sujetaban, y en la cumbre se encontraba la protectora mirada de mi madre que me susurraba: “Mírame, no te voy a dejar caer”.


Aquel sueño me marcó. Reflexioné. Tuve meses para hacerlo en los ratos que pasé solo entre aquellas blancas paredes. Decidí que me adaptaría a mi nueva situación, a lo que viniera cada día, fuese lo que fuese. Podría haber muerto en el accidente, de hecho habría sido lo más normal. Pero no, yo aún estaba allí con la oportunidad de seguir adelante.


Han pasado más de 20 años. Hoy camino y lo hago sin muletas. En esta, que yo llamo, mi nueva vida, me formé para ayudar a la gente a vivir sin dolor y a cuidarse física y emocionalmente. Mi familia sigue siendo los brazos a los que agarrarme si me siento caer, un bastón de ánimo, especialmente dos bichillos rubios que me estiran de las mejillas cada mañana dejándome los ojillos achinados y una sonrisa infinita.


Ha sido un largo camino, en absoluto fácil. En él me he percatado de que El Capitán no es nada en comparación con la “escalada” que yo he hecho en mí mismo. Una escalada que nunca terminará mientras siga vivo y en cuyo ascenso me esperarán unas veces logros, y otras tremendas caídas que me darán la oportunidad de volver a empezar.

Así que hoy puedo decir que sigo persiguiendo el sueño de alcanzar la cumbre de la mayor montaña que uno pueda escalar: la vida.






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