jueves, 23 de enero de 2020

LA MEMORIA DE LOS ELEFANTES



Ele deambula por la casa arrastrando las zapatillas. Sabe que a su madre le molesta, «ponte derecho y camina como un hombre», le repite. Pero hoy ella no está.

Entra al salón, levanta la tapa del piano y limpia con un extremo de su bata las teclas de marfil. Piensa en esos pobres elefantes a los que arrebataron sus preciados colmillos para que seres considerados extremadamente sensibles se deleitaran con su lisura.
Le pesa. 
Retira la banqueta, se sienta y llora.
Luego, tantea unos acordes, recorre un par de tonalidades y cierra los ojos.

Desde la cocina, Veva escucha la Sonata en Fa menor de Scarlatti. Deja las verduras a medio cortar y silenciosa se acerca a la puerta procurando no estropear el momento.

Ele interpreta la pieza con extraordinaria sensibilidad y precisión. Al acabar, limpia de nuevo el teclado con la bata y encorvado ejecuta la Sonata en Re menor.
Últimamente toca poco, pero siempre que lo hace recurre a la sonata monotemática en modo menor, quizá porque sea lo que más se asemeja, hoy, a sí mismo.

Absorta lo escucha parada en el quicio, cuando una lágrima desciende hasta la comisura de sus labios. La recoge con su lengua, queriendo retener con ella también ese instante.
Justo entonces, él interrumpe la interpretación. Repite varias veces el pasaje, desagrega las notas del acorde de la mano izquierda y localiza un sol ligeramente desafinado. Lo pulsa insistentemente hasta aporrear el teclado entre sollozos.

—¡Mamá!, ¡se ha desafinado!

Veva se oculta y secándose las lágrimas reaparece.

—Tranquilo, no pasa nada. Esta tarde llamaremos al afinador.
—¿Y mi madre? ¿Quién es usted?
—Soy Veva, Eleuterio. Genoveva, tu mujer.
—Qué tontería. Yo no la conozco. Debo buscar a mi madre que vendrá cargada con la compra —dijo encaminándose hacia la puerta de la calle—. Está cerrada. ¡Tengo que salir!
—Eleuterio, vístete y salimos juntos a dar un paseo.
—Pasear, no. Debo ayudar a mi madre.
—Tienes razón. Yo te acompaño, pero vístete antes, no vayas a coger frío y le des un disgusto.
—¿Me visto y vamos?
—Claro, Ele. Vístete, cariño. Venga, que yo te ayudo.

Mientras Genoveva le ayuda a ponerse los calcetines, Eleuterio apacigua el gesto y, asomando una chispa a sus ojos, pregunta curioso:

—¿Quién te ayudó hoy con la compra, mamá?

Veva traga y suspirando responde:

—No me acuerdo.



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