jueves, 2 de abril de 2020

SU VIVO RETRATO

Lleva una bata azul Prusia. Desde la ventana de mi cuarto la veo salir al balcón todas las tardes. Parece que le pesa la soledad. Hace como que limpia los barrotes que ya limpió ayer y anteayer y de soslayo mira hacia el balcón del segundo, a ver si ella se asoma. Cuando esto ocurre, la vieja deja el trapo en la baranda y emocionada le hace un gesto con la cabeza a la gorda. Sé que no recuerda su nombre, así se lo repita mil veces, siempre cae en el olvido. Tampoco importa, charlan a destajo de lo que han limpiado y cocinado o del coronavirus. Aunque lo que más le interesa es lo que pasa en los libros que la gorda lee por las noches. Ahora acaba de empezar La Ratonera, pero en estas semanas le ha ido desgranando La casa torcida y Muerte en el Nilo. La vieja se acoda en la barandilla y la escucha expectante. Siempre las interrumpen con los aplausos de las ocho. Luego, cada mochuelo a su olivo.

Yo no aplaudo. Miro al vecindario con la náusea y el deseo de que enfermen todos de una puta vez, aplaudidos y aplaudidores.

Esta mañana hice el reparto en mi barriada. Desde que decretaron el estado de alarma, en vez de venir a comer los abuelos, les llevamos la comida a domicilio. Hasta hoy me encargaba de la zona sur, pero como ingresaron ayer a mi compañero ahora me toca turno doble. Yo encantado. Espero impaciente a ver cuánto tardan en empezar a caer los abuelos de estos bloques. De todos, a la que le tengo más ganas es a la vieja de la bata azul Prusia, que siempre dice que soy el vivo retrato del desgraciado que maltrataba a mi madre.

La pena es que a la gorda no pueda repartirle también algún yogur. Aunque al fin y al cabo, ella, con sus historias de Agatha Christie, fue quien me dio la idea de inyectar talio en los yogures. Todos creerán que fue la pandemia la que trajo el fatal desenlace. ¿Puede haber plan más perfecto?

jueves, 23 de enero de 2020

LA MEMORIA DE LOS ELEFANTES



Ele deambula por la casa arrastrando las zapatillas. Sabe que a su madre le molesta, «ponte derecho y camina como un hombre», le repite. Pero hoy ella no está.

Entra al salón, levanta la tapa del piano y limpia con un extremo de su bata las teclas de marfil. Piensa en esos pobres elefantes a los que arrebataron sus preciados colmillos para que seres considerados extremadamente sensibles se deleitaran con su lisura.
Le pesa. 
Retira la banqueta, se sienta y llora.
Luego, tantea unos acordes, recorre un par de tonalidades y cierra los ojos.

Desde la cocina, Veva escucha la Sonata en Fa menor de Scarlatti. Deja las verduras a medio cortar y silenciosa se acerca a la puerta procurando no estropear el momento.

Ele interpreta la pieza con extraordinaria sensibilidad y precisión. Al acabar, limpia de nuevo el teclado con la bata y encorvado ejecuta la Sonata en Re menor.
Últimamente toca poco, pero siempre que lo hace recurre a la sonata monotemática en modo menor, quizá porque sea lo que más se asemeja, hoy, a sí mismo.

Absorta lo escucha parada en el quicio, cuando una lágrima desciende hasta la comisura de sus labios. La recoge con su lengua, queriendo retener con ella también ese instante.
Justo entonces, él interrumpe la interpretación. Repite varias veces el pasaje, desagrega las notas del acorde de la mano izquierda y localiza un sol ligeramente desafinado. Lo pulsa insistentemente hasta aporrear el teclado entre sollozos.

—¡Mamá!, ¡se ha desafinado!

Veva se oculta y secándose las lágrimas reaparece.

—Tranquilo, no pasa nada. Esta tarde llamaremos al afinador.
—¿Y mi madre? ¿Quién es usted?
—Soy Veva, Eleuterio. Genoveva, tu mujer.
—Qué tontería. Yo no la conozco. Debo buscar a mi madre que vendrá cargada con la compra —dijo encaminándose hacia la puerta de la calle—. Está cerrada. ¡Tengo que salir!
—Eleuterio, vístete y salimos juntos a dar un paseo.
—Pasear, no. Debo ayudar a mi madre.
—Tienes razón. Yo te acompaño, pero vístete antes, no vayas a coger frío y le des un disgusto.
—¿Me visto y vamos?
—Claro, Ele. Vístete, cariño. Venga, que yo te ayudo.

Mientras Genoveva le ayuda a ponerse los calcetines, Eleuterio apacigua el gesto y, asomando una chispa a sus ojos, pregunta curioso:

—¿Quién te ayudó hoy con la compra, mamá?

Veva traga y suspirando responde:

—No me acuerdo.