Ya
perdí mi estandarte.
Su nombre, de tanto
repetirlo, se quedó atrapado en la saciedad semántica y hoy no
significa nada.
He borrado su imagen. El
agua salada la fue difuminando hasta que se escurrió por el delta de
mis ojos. Ni siquiera recuerdo el sonido de la voz que calmaba mis
desvelos ni el tacto de aquellos labios cálidos confluyendo en los
míos.
Pero el olfato nunca
olvida. En él no hace mella el paso del tiempo, da igual cuánto
sea, siempre está ahí, recordando, evocando... Es el registro más
fiel que guarda nuestra mente de los lugares visitados, de los
momentos vividos y de infinitas emociones.
Así, aún permanecen en
mi memoria los aromas, no los suyos propios, sino aquellos que nos
acompañaron mientras compartimos amor y vida. No piden permiso,
aparecen de repente y me llevan de viaje por el mundo, por mi
infancia, por sus mares... como los de esas florecillas blancas que
aún me noquean en las noches de verano.
Muchas veces intenté
desprenderme de ellos, de esos aromas y los recuerdos a los que me
transportan, y al fin encontré la manera de hacerlo.
He bajado a esta oscura y
solitaria playa. Esta vez soy yo la que los vengo buscando.
Inhalo profundo el olor a
sal, a algas, a yodo. El mar siempre fue una constante en nosotros.
Se me ocurre que quizá fue una estrategia para que me acostumbrara
al sabor de las lágrimas.
Inhalo de nuevo y me
parece percibir en la brisa la sazón de su piel en las noches de
verano.
Agito la bandera blanca
aceptando que ha llegado el momento. El dolor me ha vencido. Recuento
la dosis y la trago arañando mi garganta.
Mientras en la orilla
titilan incontables noctilucas, me canto como un mantra:
«Ya pasó, ya he dejado
que se empañe la ilusión de que vivir es indoloro. Qué raro que
seas tú quien me acompañe, soledad, a mí que nunca supe bien cómo
estar sola».*
Andrea Simón no era una niña corriente. Quien primero reparó en ello fue su matrona: «En seguida vi que Andrea era especial. Nació con los brazos por delante y al ir a sacarla me agarró dos dedos; solo tuve que tirar de ella para que saliera como el corcho de una botella. Nunca vi nada semejante».
Cuando Andrea tenía hambre, no lloraba, cantaba La reina de la noche. Nadie entendía cómo un bebé de cuatro meses podía tener esa perfecta dicción en alemán y, aún menos, cantar con exactitud cada una de las imposibles notas de aquel aria.
El doctor que investigaba el caso dijo a los padres, bajo cuerda: «Hace tiempo conocí el caso de un niño que maullaba. Con los años aprendió a hablar, pero jamás lograron quitarle su fijación por los roedores; en cuanto veía alguno, ¡zas!, directo a la garganta. No sería ninguna locura que Andrea fuese la reencarnación de Mozart».
Con el tiempo, el registro grave de Andrea aumentó y su repertorio abarcó hasta Weiche, Wotan, weiche!, así que la llevaron a una prestigiosa escuela de música con tan solo dos años. Para entonces ya medía metro y medio y, no solo andaba, corría como una gacela y era capaz de hacer extraordinarias piruetas. En cuatro semanas ya interpretaba al violín el Concierto de Tchaikovsky, al piano el 2 de Rachmaninoff y a la travesera la Fantasía de Fauré. Sin embargo, la música no parecía interesarle. Demasiado fácil para ella...
Con seis años dominaba veintisiete idiomas, poseía grandes conocimientos de matemática avanzada, química, astronomía, filosofía, literatura... Podía recitar el Quijote, Ulises o Los Miserables de memoria, en sus lenguas originales o traducidos.
Andrea era la sabiduría personificada.
Entonces, aburrida, comenzó a crear: escribió, compuso, pintó, inventó varios objetos de primera magnitud que serían eternos, estructuró un método de economía sostenible y un sistema educacional revolucionario que cambiaría el mundo. Pero antes de que la mayoría de estas creaciones vieran la luz, Andrea desapareció.
Algunos creyeron que en ella el tiempo pasaba acelerado y que murió de vieja con siete años; otros, que tenía poderes y podía haberse vuelto invisible o sufrido una metamorfosis; pero lo cierto es que Andrea estaba oculta y encerrada en un búnker, secuestrada por el servicio secreto.
Hasta ahora habían controlado de ese modo que no saliesen a la luz sus ideas.
Sin embargo, acaba de fugarse.