Manuela y Damián vivían en una humilde casa en el campo. Damián era labrador, pero empezaba a sentirse mayor para tan duro trabajo. Esa tarde, tras una intensa jornada, llegó a casa cansado y dolorido
—Damián – le dijo preocupada – ni tus huesos ni tus fuerzas aguantarán por mucho más tiempo la labranza.
Damián levantó la cabeza y la miró apesadumbrado.
—Lo sé, Manuela —musitó— y no tenemos otro sustento...
Agachó la cabeza y caminó despacio hasta una de las mecedoras que tenían bajo un pequeño porche. Una preciosa luz anaranjada iluminaba todo y decoraba un cielo salpicado de nubes de colores imposibles. Manuela se sentó a su lado.
—Confía en Dios —le dijo inclinándose hacia él y cogiéndole la mano.
Damián giró el cuello para mirarla. Tras la silueta de su cabeza, un sol enorme, ya casi rojo, asomaba como una aureola.
—Eres una ángel —dijo agradecido a aquella mujer que le había acompañado durante cincuenta y dos años.
En ese instante, una luz iluminó el rostro de Manuela que se encontraba de espaldas al sol. Ambos miraron hacia el lugar del que procedía ese reflejo y sonriendo volvieron a mirarse el uno al otro. Las vidrieras de la ermita de San Agustín...
A la mañana siguiente, un joven harapiento llamó a su puerta. No llevaba más que lo puesto. No buscaba dinero, sólo algo de comida a cambio de su trabajo. Ella suspiró.
—Entra muchacho. Esta es tu casa.
Encantador! Me gusta la atmosfera dorada, somnolienta, confiada y triunfal... el aura de misterio de principio a final. Muy bueno!
ResponderEliminarGracias, Servant of the Secret Fire!!! Qué bien que te guste! ;)
EliminarMuy breve pero muy bonito.
ResponderEliminarEse rayo de esperanza que todos necesitamos de vez en cuando, y que en tu cuento llega en el momento preciso.Enhorabuena!
Muchas gracias!! Me alegra que te haya gustado. :)
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