¡Manda
carallo!
Perdonen
la expresión, pero es que estoy desolado. Cuatro meses llevaba
esperando el dichoso Entroido.
«Que
sí, Benito, que te va a encantar, que no hay mejor fiesta» me
repetía Cosme continuamente. «¡Que el Entroido te cambia la vida!
Además, yo ya he ido dos veces a tu tierra y tú aún no conoces la
mía, ¡carallo!»
Así
que acepté la invitación sin consultarle a mi timidez. El problema
es que, más tarde, esta se enteró y empezó a torturarme con su
sofisticado generador de angustia, su mejor estrategia para salirse
con la suya: Los ataques de pánico, el insomnio, el dolor de
estómago... Pero esta vez no iba a lograr que cambiase mi decisión,
no señor, porque no me daba a mí la gana.
—Hace
tiempo que cree que es ella la que toma las decisiones, ¡la dueña
de mi vida! Pues ¡naranjas de la china!, que para eso llevo media
vida de psicólogos —me dije—; aquí el que manda soy yo.
Pasé
cuatro meses terribles. De los peores de mi vida. Tuve que retomar
mis visitas al psicólogo porque me estaba ahogando y temía dejarme
vencer.
Llegó
el día. Cuando sonó el portero automático, una fuerza sobrenatural
me inmovilizó hasta las pestañas. Lo único que lograba moverse en
mi cuerpo era mi mente diciéndome que me escondiera, que Cosme tenía
una copia de las llaves y subiría. Así fue. Cogió mi maleta, tiró
de mí escaleras abajo y finalmente, no recuerdo cómo, me monté en
el coche. Más de cinco horas de viaje en las que no dije una sola
palabra.
—Vamos,
Benito, que el orballo también cala.
Como
un autómata bajé del coche y seguí a Cosme que iba con las dos
maletas dando tumbos por un camino de piedras dispuestas de forma
irregular. Al fondo, una casa con el tejado de pizarra y una chimenea
humeante. Cosme llamó a la puerta. Abrió una muchacha preciosa con
un vestido lila el cual terminaba en unos tentáculos llenos de
ventosas pintadas del mismo color. Yo estaba a tres pasos de la
puerta cuando tropecé con una de las piedras.
—¡Manda
carallo, Benito! Anda con cuidado, home, que el suelo resbala.
Me
levanté lo más rápido que pude y allí estaba ella mirándome con
una sonrisa violeta a juego con su vestido. Por el calor que subió a
mis mejillas y a mis orejas debí ponerme como un tomate.
—Entrad,
os traeré una toalla.
"Alba",
me susurró Cosme.
Alba
bajó la escalera con un par de toallas en la mano y algo
indescriptible colgando del brazo. Nos lanzó las toallas y estiró
aquella cosa mostrándonosla.
—¡¡Tachán!!
¿Te gusta?— me preguntó.
—¿Qué
es? —balbuceé mientras volvían a encenderse mis mejillas.
—¿Qué
va a ser? ¡Un disfraz de cachelo! ¿No pensarías dejar al pulpiño
solo? Déjame ver si no te queda muy largo.
Me
puse de pie y ella, suelta como pulpo en el agua, me embutió en
aquella cosa de fieltro de color patata al pimentón.
—¡Perfecto!
Secaos y poneos los disfraces que en una hora hay cachuchada en el
Campo da Barreira y he quedado con mi novio— dijo rompiéndome el
corazón.
Sí,
sé que es estúpido enamorarse de alguien a primera vista. Pasé los
tres días siendo la más triste patata cocida. Con lo que me costó
llegar hasta allí. Ni Cosme consiguió animarme ni mi timidez volvió
a hacer acto de presencia. Ya todo me daba igual. Ya todo me da
igual. Cosme tenía razón, el Entroido te cambia la vida. ¡Manda
carallo!
Bueno, este relato ya sabes que me gustó. Trasuda buen humor y tiene un aura tan fuertemente empática que uno termina dentro del cuento, junto con Benito.
ResponderEliminarUn abrazo grande, Gatuna
Muchas gracias, Simón. Es un honor recibir tu visita y tus palabras.
EliminarUn abrazo.